Basilisa, la bella – Aleksander Nikoláievich Afanásiev


Hace mucho, muchísimo tiempo que vivían en un lejano reino dos ancianos y su hija, Basilisa. Vivían encantados en su pequeña casita, en la que reinaba el amor, pero un día aciago se abatió sobre ellos la desgracia, la anciana enfermó gravemente. Sintiendo la proximidad de su fin, llamó a Basilisa, le dio una muñequita y le dijo:

– Guarda, hijita mía, la muñequita esta y no la enseñes a nadie. Si te ocurre unamatriuska desgracia, dale de comer y luego pídele consejo. La muñequita comerá lo que le des y te sacará de apuros.
La anciana besó a su hija y, unos instantes después, cerró los ojos para siempre.
El anciano lloró su muerte unos cuantos años y luego se casó con otra. Quería dar a su hijita una madre, pero le dio una mala madrastra.
La madrastra tenía dos hijas, feas, caprichosas y malas. La mujer las quería y las mimaba mucho, mientras que a Basilisa le gruñía el día entero. La vida era un infierno para Basilisa. La madrastra y las hermanastras siempre estaban de un humor de perros, la vituperaban sin cesar y descargaban sobre ella todo el trabaja, para que enflaqueciera y para que el viento y el sol ennegrecieran su blanca tez. En todo el día no se oía en la casa más que gritos:
– ¡Basilisa, Basilisa! ¡Haz la comida, barre la casa, trae la leña, ordeña las vacas, y date prisa, no pongas esa cara, que parece que vienes de un entierro!
Basilisa hacía todo lo que le decían, procuraba complacerlas, y el trabajo le cundía que era un primor. Cada día estaba más bonita. ¡Era preciosa! Tan preciosa que ni en los cuentos había niña igual. Aquello era porque la muñequita le ayudaba en todo.

basilisa1Muy de mañana, Basilisa ordeñaba las vacas, se encerraba en el desván, daba leche a la muñequita y le decía:
– Come, muñequita, y escucha mis penas.
La muñequita comía y, luego de consolar a Basilisa, hacía por ella todo el trabajo. La chica descansaba al fresco o recogía flores, y la muñequita escardaba el huerto, acarreaba agua, encendía la estufa y regaba las coles. Además, le señalaba qué hierbas debía aplicarse para que el sol no tostara su tez. En fin, Basilisa estaba más hermosa cada día.
En cierta ocasión, el padre emprendió un largo viaje. La madrastra y sus hijas se quedaron en casa. Fuera reinaba una oscuridad impenetrable, llovía y soplaba el viento. Era avanzado el otoño. Rodeaba la casita un espeso bosque, en el que vivía una bruja que se comía a personas como si fueran pollitos.
La madrastra dijo a una de sus hijas que hiciera puntilla, a la otra, que hiciera media, y a Basilisa le mandó que hilara. Apagó todas las luces de la casa, dejó encendida una tea donde las chicas estaban trabajando y se acostó.
La tea de abedul chisporroteaba, chisporroteaba y terminó por apagarse.
– ¿Qué vamos a hacer? – dijeron las hermanastras. En toda la casa no hay luz, y hay que seguir trabajando. Tendremos que ir en busca de fuego a casa de la bruja.
– Yo no voy – dijo la hermanastra mayor. Yo hago puntilla y el ganchillo me da bastante luz.
– Pues yo tampoco – se apresuró a decir su hermana. Yo hago medida y las agujas me dan luz.
Las dos gritaron a la vez…
– ¡Basilisa, Basilisa, ve a casa de la bruja y pídele fuego!

Las hermanastras hicieron salir a Basilisa de la casita, empujándola brutalmente. La noche era oscura, el bosque, espeso, y el viento, espantoso. Basilisa rompió a llorar y sacó del bolsillo la muñequita.
– Muñequita mía, me envían a casa de la bruja en busca de fuego. La bruja esa se come a la gente en un dos por tres.
– No te preocupes – respondió la muñequita, que yendo conmigo no te pasará nada. Mientras esté contigo, no te ocurrirá desgracia alguna.
– Gracias, muñequita, por tus palabras de consuelo – dijo Basilisa , y se puso en camino.
En torno se alzaba la muralla del bosque, en el cielo no lucía ni una sola estrella, y la clara luna no aparecía. Basilisa temblaba de miedo y apretaba a su pecho la muñequita.
De pronto pasó ante ella un jinete blanco montado en un caballo blanco también, con los arreos claros.
Empezó a despuntar el día.
Basilisa siguió adelante, tropezando en los tocones. El roció humedeció su trenza y le enfrió las manos.
De pronto pasó al galope otro jinete, rojo, montado en un corcel rojo también y con los arreos del mismo color.
Salió el sol, acarició a Basilisa, la hizo entrar en calor y le secó la trenza.
Estuvo caminando todo el día y, por fin, llegó a un claro en el que había una isba con una valla hecha de huesos humanos. Coronaban la valla unas calaveras. La niña quedó petrificada de espanto. De pronto apareció un jinete negro, montado en un caballo negro también y con los arreos del mismo color. Llegó el jinete al portón y desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Se hizo de noche.
Todas las calaveras que coronaban la valla se encendieron, y en el claro había tanta luzla bruja como de día.
Basilisa temblaba de miedo. Las piernas no le obedecían, y no podía alejarse de aquel horroroso paraje.
De pronto se dio cuenta  de que la tierra retemblaba. Era la bruja, que llegaba montada en su almirez, empuñando el majadero a guisa de látigo y borrando sus huellas con la escoba. Llegó la bruja al portón y vociferó,
– ¡Fu, fu, fu! ¡Huele a carne rusa! ¿Quién hay aquí?
Se acercó Basilisa a la bruja, le hizo una profunda reverencia y le dijo humildemente:
– Soy yo, abuelita. Mis hermanastras me han enviado a que te pida lumbre.
– Sí  – respondió la bruja, tu madrastra es familia mía. En fin, vive en mi casa, trabaja para mí y luego ya veremos lo que se hace.
Luego, gritó a voz en cuello:
– ¡Abríos, cerrojos fuertes! ¡Ábrete, ancho portón!
El portón se abrió de par en par, y la bruja entró montada en su almirez, seguida de Basilisa. Junto al portón crecía un abedul que quiso azotar a la chica con sus ramas.

– No pegues, abedul, a la chica, que la he traído yo, dijo la bruja.
Ante la puerta había un perro que quiso morder a Basilisa.
– No la toques – ordenó la bruja al can, que la he traído yo.
En el zaguán había un gato que quiso arañar a Basilisa.
– No la toques, gato gruñón – rezongó la bruja, que la he traído yo.
– Ya ves, Basilisa,explicó la bruja, que no es fácil escaparse de aquí, el gato araña, el perro muerde, el abedul salta los ojos y el portón no se abre.
– ¡Eh, tiznada, gritó, dame de comer!
Apareció al instante una chica toda sucia de hollín y sirvió a la bruja un caldero de sopa de coles, un cubo de leche, doce pollos, cuarenta patos, medio buey, dos pasteles, hidromiel y cerveza casera sin medida ni cuento.
La bruja se lo zampó y bebió todo y a Basilisa le dio tan sólo un pedazo de pan.
– Toma, Basilisa  – dijo, este saco de mijo, escoge los granos y tira todos los carcomidos. Si dejas alguno, te comeré.
Al poco, la bruja roncaba ya.
Tomó la niña el pedazo de pan, lo depositó ante la muñequita y dijo:
– Cómete, muñequita querida, el pan y escucha mis penas. La bruja me ha encomendado un trabajo dificilísimo. Si no lo hago, dice que me comerá…
La muñequita respondió…
– No llores, no te apures, y acuéstate, que mañana será otro día y, en cuanto hubo cerrado los ojos, la muñequita gritó:
– ¡Abejarucos, gorriones y palomas, acudid sin dilación, salvad a Basilisa de la perdición!
Acudió volando una nube de aves que se pusieron a escoger el mijo, echando los granos buenos al saco y los malos a su buche. En fin, grano a grano, escogieron todo el mijo.
Apenas si habían terminado, cuando pasó al galope por delante de la casa el jinete blanco y amaneció. La bruja se despertó y preguntó a Basilisa:
– ¿Has hecho todo el trabajo?
– Todo está listo, abuelita.
La bruja no dijo nada, aunque estaba muy enojada.
– Bien – gruñó, yo tengo que salir ahora en busca de botín, y tú toma aquel saco de guisantes mezclados con simientes de amapola y sepáralos, haz dos montones. Si no lo haces, te comeré.
Salió al patio, emitió un silbido y volaron a ella el almirez y el majadero.
Pasó al galope el jinete rojo. y salió el sol.
La bruja se montó en el almirez y abandonó el patio. blandiendo el majadero y borrando sus huellas con la escoba.

Basilisa tomó una cortecilla de pan, dio de comer a la muñequita y dijo,
– ¡Compadécete de mí, muñequita querida, ayúdame!
La muñequita gritó con voz sonora:
– ¡Acudid, ratones campestres y caseros!
Acudieron legiones de ratoncillos e hicieron todo el trabajo aquel en cosa de una hora. Al atardecer, la chica tiznada puso la mesa, en espera de que llegara la bruja. Pasó al galope ante la casa el jinete negro. Se hizo de noche. Se encendieron las órbitas de las calaveras, crujieron los árboles y rumorearon las hojas, regresaba a casa la bruja.
– ¡Qué, Basilisa!, ¿has hecho lo que te mandé?
– Todo está hecho, abuelita.
La bruja tuvo que callarse, aunque estaba muy enojada.
– Si es así, acuéstate. que yo voy a hacer lo mismo.
Basilisa se ocultó tras el horno y oyó que la bruja decía a su sirvienta:
– Enciende el horno, tiznada, y atiza el fuego, que cuando me despierte asaré a Basilisa.
Se tendió la bruja en el banco, apoyó los labios en el vasar, se tapó con el almirez y al poco daba unos ronquidos que se oían en todo el bosque.
Basilisa se echó a llorar, sacó la muñequita y puso ante ella una corteza de pan.
– Come pan, muñequita querida, y escucha mis penas. La bruja quiere asarme y comerme después.
La muñequita le aconsejó lo que debía hacer para evitar aquella desgracia.
Corrió Basilisa a la chica tiznada, le hizo una profunda reverencia y le imploró:
– Ayúdame, morenita. Si en vez de atizar el fuego echas agua a la leña, te daré mi pañuelito de seda.
La chica respondió:basilisa2
– Está bien, querida, te ayudaré. Tardaré en encender el horno y rascaré los talones a la bruja para que duerma más de la cuenta. Mientras, escapa corriendo.
– ¿No me darán alcance los jinetes? ¿No me harán volver atrás?
– No – respondió la chica. El jinete blanco es el día, el jinete rojo, el sol dorado, y el negro, la noche oscura. No te preocupes, no te tocarán.
Salió la niña precipitadamente al zaguán. El gato gruñón quiso arañarla, le echó un pastelillo y  ni la tocó.
Después bajó rápida de la terracilla. El perro se lanzó hacia ella para morderla,le echó un pedazo de pan y la dejó en paz.
Cruzó entonces corriendo el patio. El abedul quiso saltarle los ojos, pero anudó a su tronco una cinta de seda, y el árbol la dejó ir.
El portón quiso cerrarse, pero le engrasó los goznes y la dejó pasar.
Salió Basilisa al oscuro bosque. En aquel instante pasó al galope el jinete negro. Se hizo de noche. No se veía ni gota. Pero ¿acaso podía regresar a casa sin lumbre? La madrastra la mataría. La muñequita le dijo lo que debía hacer, tomó entonces una de las calaveras de la valla y la levantó en alto con un palo.

La chica corría por el bosque, y las órbitas de la calavera despedían tanta luz, que se veía en torno como si alumbrara el sol.
La bruja se despertó, desentumeció sus miembros, se dio cuenta de que Basilisa se había escapado y corrió al zaguán.
– Dime, gato gruñón, ¿arañaste a la chica cuando pasó por aquí?
El gato le respondió:
– Hace diez años que estoy a tu servicio y nunca has sido para darme un mendrugo, y la chica me ha dado un pastelillo. Por eso la he dejado pasar.
La bruja salió apresuradamente al patio y preguntó al can:
– Mi fiel perro, ¿has mordido a esa chica desobediente?
El perro le respondió:
– He perdido la cuenta de los años que llevo a tu servicio y jamás has sido para darme un hueso, y la chica me ha dado pan. Por eso la he dejado ir.
La bruja gritó con voz estridente:
– ¡Abedul, abedul mío!, ¿le has saltado los ojos?
– Hace diez años que crezco en tu patio y jamás has sido para atar mis ramitas con una cinta, mientras que la chica esa lo ha hecho. Por eso la he dejado pasar.
Corrió hacia el portón:
– ¡Portón, mi fuerte portón!, ¿te has cerrado, has detenido a esa moza insumisa?
El portón le respondió:
– En todo el tiempo que llevo a tu servicio no has sido para echar siquiera un poco de agua a mis goznes, y ella los ha engrasado. Por eso la he dejado salir.
La vieja montó en cólera y se puso a pegar al perro y al gato, a romper el portón y a talar el abedul. Se cansó tanto, que no quiso ya salir en persecución de Basilisa.
Mientras, la chica llegaba a casa.
Vio que en la isba no había luz. Salieron corriendo las hermanastras y se pusieron a insultarla y a gritarle:
– ¿Por qué has tardado tanto en volver con la lumbre? No hay forma de que arda nada en la casa. Hemos probado a encender y no hemos podido; el fuego que trajimos de casa de los vecinos se apagó en seguida. Puede que el tuyo arda. Llevaron la calavera al interior, pero las órbitas miraban a las hijas y a la madrastra y las quemaban con su fuego. Ellas quisieron esconderse, pero los ojos de la calavera las encontraban dondequiera que se ocultasen.
Al amanecer, las malvadas eran ya tres tizones.
Basilisa enterró la calavera, y en aquel lugar brotó un hermoso rosal. No quiso quedarse  en la casa aquella y se recogió en la de una anciana que vivía en la ciudad.
En cierta ocasión dijo a la anciana:
– Me aburro sin hacer nada, abuelita. Cómprame lino del mejor.
La anciana compró el lino, y se puso a hilar. El trabajo le cundía que era un primor, la rueca zumbaba de tan de prisa como giraba, y el hilo salía igual y fino, como un cabello de oro. Se puso a tejer y sacó un lienzo que pasaba por el ojo de una aguja. Luego lo blanqueó, dejándolo como la más pura nieve.
– Aquí tienes este lienzo, abuelita —dijo a la anciana—, véndelo y quédate con lo que te den.

La anciana miró el lienzo y quedó pasmada.
– No, hijita —dijo— no lo venderé; sólo el zarevitz es digno de una tela como ésa. La llevaré a palacio.
Vio el zarevitz el lienzo y quedó maravillado:
– ¿Cuánto pides por él? —preguntó a la anciana.Nicolai-II-Aleksandrovich_Czar-of-Russia
– Este lienzo no se vende —respondió la mujer—, no tiene precio. Lo he traído para regalártelo.
El zarevitz dio las gracias a la anciana y la colmó de regalos. Quiso que le hicieran unas camisas del lienzo aquel, pero era tan fina la tela, que nadie se atrevía a coserla. El zarevitz mandó llamar a la anciana y le dijo:
– Ya que supiste tejer el lienzo, hazme unas camisas de él.
La vieja le respondió:
– No lo he tejido yo, zarevitz, lo ha tejido una moza llamada Basilisa.
– Pues que me haga ella las camisas.
Regresó la anciana a casa y contó a Basilisa lo que había pasado. Basilisa hizo las camisas y las bordó con sedas y perlas. La vieja llevó las camisas a palacio.
Basilisa se sentó a la ventana con su bastidor. De pronto vio que corría hacia allí un criado del zar.
– El zarevitz pide que vayas a palacio.
La joven fue a palacio. Al verla tan bella, el zarevitz dijo atónito:
– No me separaré ya de ti, quiero que seas mi esposa.
Tomó sus manos, blancas como la nieve, y la sentó a su lado. Al poco celebraban la boda.
Pronto regresó el padre de Basilisa y se quedó a vivir con ella.
Basilisa pidió a la anciana que se quedara también en palacio. La muñequita la lleva siempre en el bolsillo. En fin, así viven, felices y contentos, esperando que vayamos a visitarles.

Cuento ruso

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