Cuando Dios creó el mundo, dio nombre y color a todas las flores. Y sucedió que una florecita pequeña le suplicó repetidamente con voz temblorosa:
– ¡No me olvides! ¡No me olvides!
Como su voz era tan fina, Dios no la oía. Por fin, cuando el Creador hubo terminado su tarea, pudo escuchar aquella vocecilla y se volvió hacia la planta. Mas todos los nombres ya estaban dados. La plantita no cesaba de llorar y el Señor la consoló así:
– No tengo nombre para tí, pero te llamarás “No me olvides”. Y por colores te daré el azul del cielo y el rojo de la sangre. Consolarás a los vivos y acompañaras a los muertos.
Así nació el “Nomeolvides” o miosotis, pequeña florecilla de color azul y rojo.