Hace mucho, mucho tiempo, nació de una humilde familia un niño tocado por la suerte que, según las profecías, estaba destinado a casarse con la hija del Rey.
– Será muy afortunado, algún día será rey- comentaba la gente.
Los rumores llegaron a oídos del monarca quien, disgustado por la idea de que su hija desposara a un aldeano, quiso comprobar si eran ciertos acercándose a la casa donde había nacido el providencial bebé.
– Así pues, este es el niño que habrá de ser casado con mi hija. Supongo que no os importará que sea educado en mi castillo.Ofreció a los padres cuando llegó.
Como los ancianos eran muy pobres, pensaron que su hijo estaría mejor atendido a cargo del Rey, de forma que accedieron a su petición. Marchó el monarca con el niño, pero antes de llegar al castillo, lo metió en una caja de madera y lo arrojó al río para romper la profecía.
La fortuna hizo que la caja quedara detenida al lado de un molino, en un recodo del río, donde el molinero lo recogió.
El hombre y su mujer, que no había podido tener hijos, quedaron encantados con el niño, lo cuidaron como si fuera suyo y así pasaron catorce años. Una tempestad hizo que el Rey, que comenzaba un largo viaje, buscara albergue en el molino, y cuando reconoció al chiquillo recordó la profecía.
– Debo enviar una carta a la Reina, ¿Os importa que la lleve vuestro hijo, buenas gentes?.
Y a continuación escribió instrucciones en la carta para que la reina acabara con el muchacho en cuanto lo viera.
El chiquillo se puso en camino, pero se perdió en el bosque. Agotado para dar un paso más, encontró una cabaña con la puerta abierta y la luz encendida, y aunque no encontró a nadie, se echó a dormir en un jergón. 
Los dueños de la casita, que eran una banda de ladrones registraron al intruso mientras dormía y encontraron la nota escrita por Rey. A pesar de su endurecido corazón, los ladrones se apiadaron, el capitán rompió la carta y la cambió por otra en la que ordenaba que al llegar el muchacho lo casasen con la hija del Rey. Dejáronlo luego descansar tranquilamente en su banco hasta la mañana, y, cuando se despertó, le dieron la carta y le mostraron el camino. La Reina, al recibir y leer la misiva, se apresuró a cumplir lo que en ella se le mandaba: organizó una boda magnífica, y la princesa fue unida en matrimonio al favorito de la fortuna. Y como el muchacho era guapo y apuesto, su esposa vivía feliz y satisfecha con él. Transcurrido algún tiempo, regresó el Rey a palacio y vio que se había cumplido el vaticinio: el niño de la suerte se había casado con su hija.
– ¿Cómo pudo ser eso? -preguntó-. En mi carta daba yo una orden muy distinta.
Entonces la Reina le presentó el escrito, para que leyera él mismo lo que allí decía. Leyó el Rey la carta y se dio cuenta de que había sido cambiada por otra. Preguntó entonces al joven qué había sucedido con el mensaje que le confiara, y por qué lo había sustituido por otro.
– No sé nada -respondió el muchacho-. Debieron cambiármela durante la noche, mientras dormía en la casa del bosque.
– Esto no puede quedar así -dijo el Rey encolerizado-. Quien quiera conseguir a mi hija debe ir antes al infierno y traerme tres pelos de oro de la cabeza del diablo. Si lo haces, conservarás a mi hija.
Esperaba el Rey librarse de él para siempre con aquel encargo; pero el afortunado muchacho respondió:
– Traeré los tr
es cabellos de oro. El diablo no me da miedo-. Se despidió de su esposa y emprendió su peregrinación.
Condújolo su camino a una gran ciudad; el centinela de la puerta le preguntó cuál era su oficio y qué cosas sabía.
– Yo lo sé todo -contestó el muchacho.
– En este caso podrás prestarnos un servicio -dijo el guarda-. Explícanos por qué la fuente de la plaza, de la que antes manaba vino, se ha secado y ni siquiera da agua.
– Lo sabréis -afirmó el mozo-, pero os lo diré cuando vuelva.
Siguió adelante y llegó a una segunda ciudad, donde el guarda de la muralla le preguntó, a su vez, cuál era su oficio y qué cosas sabía.
– Yo lo sé todo -repitió el muchacho.
– Entonces puedes hacernos un favor. Dinos por qué un árbol que tenemos en la ciudad, que antes daba manzanas de oro, ahora no tiene ni hojas siquiera.
– Lo sabréis -respondió él-, pero os lo diré cuando vuelva.
Prosiguiendo su ruta, llegó a la orilla de un ancho y profundo río que había de cruzar. Preguntóle el barquero qué oficio tenía y cuáles eran sus conocimientos.
– Lo sé todo -respondió él.
– Siendo así, puedes hacerme un favor -prosiguió el barquero-. Dime por qué tengo que estar bogando eternamente de una a otra orilla, sin que nadie venga a relevarme.
– Lo sabrás -replicó el joven-, pero te lo diré cuando vuelva.
Cuando hubo cruzado el río, encontró la entrada del infierno. Todo estaba lleno de hollín; el diablo había salido, pero su ama se hallaba sentada en un ancho sillón.
– ¿Qué quieres? -preguntó al mozo; y no parecía enfadada.
– Quisiera tres cabellos de oro de la cabeza del diablo -respondióle él-, pues sin ellos no podré conservar a mi esposa.
– Mucho pides -respondió la mujer-. Si viene el diablo y te encuentra aquí, mal lo vas a pasar. Pero me das lástima; veré de ayudarte.
Y, transformándolo en hormiga, le dijo:
– Disimúlate entre los pliegues de mi falda; aquí estarás seguro.
– Bueno -respondió él-, no está mal para empezar; pero es que, además, quisiera saber tres cosas: por qué una fuente que antes manaba vino se ha secado y no da ni siquiera agua; por qué un árbol que daba manzanas de oro no tiene ahora ni hojas, y por qué un barquero ha de estar bogando sin parar de una a otra orilla, sin que nunca lo releven.
– Son preguntas muy difíciles de contestar -dijo la vieja-, pero tú quédate aquí tranquilo y callado y presta atento oído a lo que diga el diablo cuando yo le arranque los tres cabellos de oro.
Al anochecer llegó el diablo a casa, y ya al entrar notó que el aire no era puro:
– ¡Huelo, huelo a carne humana! -dijo-; aquí pasa algo extraño.
Y registró todos los rincones, buscando y rebuscando, pero no encontró nada. El ama le increpó:
– Yo venga barrer y arreglar; pero apenas llegas tú, lo revuelves todo. Siempre tienes la carne humana pegada en las narices. ¡Siéntate y cena, vamos!
Comió y bebió, y, como estaba cansado, puso la cabeza en el regazo del ama, pidiéndole que lo despiojara un poco.
A los pocos minutos dormía profundamente, resoplando y roncando. Entonces, la vieja le agarró un cabello de oro y, arrancándoselo, lo puso a un lado. – ¡Uy! -gritó el diablo-, ¿qué estás haciendo?
– He tenido un mal sueño -respondió la mujer- y te he tirado de los pelos.
– ¿Y qué has soñado? -preguntó el diablo.
– He soñado que una fuente de una plaza de la que manaba vino, se había secado y ni siquiera salía agua de ella. ¿Quién tiene la culpa?
– ¡Oh, si lo supiesen! -contestó el diablo-. Hay un sapo debajo de una piedra de la fuente; si lo matasen volvería a manar vino.
La vieja se puso a despiojar al diablo, hasta que lo vio nuevamente dormido, y roncando de un modo que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Arrancóle entonces el segundo cabello.
– ¡Uy!, ¿qué haces? -gritó el diablo, montando en cólera.
– No lo tomes a mal -excusóse la vieja- es que estaba soñando.
– ¿Y qué has soñado ahora?
– He soñado que en un cierto reino crecía un manzano que antes producía manzanas de oro, y, en cambio, ahora ni hojas echa. ¿A qué se deberá esto?
– ¡Ah, si lo supiesen! -respondió el diablo-. En la raíz vive una rata que lo roe; si la matasen, el árbol volvería a dar manzanas de oro; pero si no la matan, el árbol se secará del todo. Mas déjame tranquilo con tus sueños; si vuelves a molestarme te daré un sopapo.
La mujer lo tranquilizó y siguió despiojándolo, hasta que lo vio otra vez dormido y lo oyó roncar. Cogiéndole el tercer cabello, se lo arrancó de un tirón. El diablo se levantó de un salto, vociferando y dispuesto a arrearle a la vieja; pero ésta logró apaciguarlo por tercera vez, diciéndole:
– ¿Y qué puedo hacerle, si tengo pesadillas?
– ¿Qué has soñado, pues? -volvió a preguntar, lleno de curiosidad.
– He visto un barquero que se quejaba de tener que estar siempre bogando de una a otra orilla, sin que nadie vaya a relevarlo. ¿Quién tiene la culpa?
– ¡Bah, el muy bobo! -respondió el diablo-. Si cuando le llegue alguien a pedirle que lo pase le pone el remo en la mano, el otro tendrá que bogar y él quedará libre. Teniendo ya el ama los tres cabellos de oro y habiéndole sonsacado la respuesta a las tres preguntas, dejó descansar en paz al viejo ogro, que no se despertó hasta la madrugada.
Marchado que se hubo el diablo, la vieja sacó la hormiga del pliegue de su falda y devolvió al hijo de la suerte su figura humana.
– Ahí tienes los tres cabellos de oro -díjole-; y supongo que oirías lo que el diablo respondió a tus tres preguntas.
– Sí -replicó el mozo-, lo he oído y no lo olvidaré.
– Ya tienes, pues, lo que querías, y puedes volverte.
Dando las gracias a la vieja por su ayuda, salió el muchacho del infierno, muy contento del éxito de su empresa. Al llegar al lugar donde estaba el barquero, pidióle éste la prometida respuesta.
– Primero pásame -dijo el muchacho-, y te diré de qué manera puedes librarte-. Cuando estuvieron en la orilla opuesta, le transmitió el consejo del diablo: – Al primero que venga a pedirte que lo pases, ponle el remo en la mano.
Siguió su camino y llegó a la ciudad del árbol estéril, donde le salió al encuentro el guarda, a quien había prometido una respuesta. Repitióle las palabras del diablo: – Matad la rata que roe la raíz y volverá a dar manzanas de oro.
Agradecióselo el guarda y le ofreció, en recompensa, dos asnos cargados de oro. Finalmente, se presentó a las puertas de la otra ciudad, aquella en que se había secado la fuente, y dijo al guarda lo que oyera al diablo:
– Hay un sapo bajo una piedra de la fuente. Buscadlo y matadlo y volveréis a tener vino en abundancia.
Dióle las gracias el guarda, y, con ellas, otros dos asnos cargados de oro.
Al cabo, el afortunado mozo estuvo de regreso a palacio, junto a su esposa, que sintió una gran alegría al verlo de nuevo, y a la que contó sus aventuras. Entregó al Rey los tres cabellos de oro del diablo, y al reparar el monarca en los cuatro asnos con sus cargas de oro, díjole, muy contento:
– Ya que has cumplido todas las condiciones, puedes quedarte con mi hija. Pero, querido yerno, dime de dónde has sacado tanto oro. ¡Es un tesoro inmenso! – He cruzado un río -respondióle el mozo- y lo he cogido de la orilla opuesta, donde hay oro en vez de arena.
– ¿Y no podría yo ir a buscar un poco? -preguntó el Rey, que era muy codicioso.
– Todo el que queráis -dijo el joven-. En el río hay un barquero que os pasará, y en la otra margen podréis llenar los sacos.
El avaro rey se puso en camino sin perder tiempo, y al llegar al río hizo seña al barquero de que lo pasara. El barquero le hizo montar en la barca, y, antes de llegar a la orilla opuesta. poniéndole en la mano la pértiga, saltó a tierra. Desde aquel día, el Rey tiene que estar bogando; es el castigo por sus pecados.
– ¿Y está bogando todavía?
– ¡Claro que sí! Nadie ha ido a quitarle la pértiga de la mano.
–
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